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Debería tener cuatro pabellones. El primero, para los corruptos de cuello blanco que se han robado la plata de la alimentación escolar, la salud, la educación y los servicios sociales para las personas más pobres del país.
El segundo, para los violadores, abusadores y asesinos de niñas y niños. Uno solo de estos delitos debería bastar para asegurarles el cupo de principio a fin de su condena.
El tercero, para todos los responsables de crímenes de lesa humanidad. Estos criminales no deberían estar en libertad, ni mucho menos en el Congreso de la República.
El cuarto, para los más duros del crimen organizado, capos de estructuras criminales y para los asesinos seriales, sicarios múltiples y terroristas responsables de muertes colectivas.
La ubicación debería cumplir con un sencillo requisito: que sea en lo más profundo de la selva (y fuera de parques nacionales naturales), donde permanezcan aislados, sin acceso a celulares, prostitutas, prepagos y similares para evitar que sigan delinquiendo, extorsionando, ordenando. Crímenes o convertir su reclusión en temporada de resort 5 estrellas, todo incluido.
Como la cárcel debe ser un espacio severo para purgar una condena y un lugar de rehabilitación con pleno respeto por los derechos humanos y por el medio ambiente, deben tener jornadas diarias de trabajo como guardabosques, sembradores, cuidadores de animales y labriegos para que el penal. sea autosuficiente en la generación de alimentos y en la autogeneración de energía.
Para optimizar el trabajo, deben despertarse a las 3:30 o 4 am (como centenares de millas de colombianos en nuestros campos y ciudades), para que tengan tiempo para hacer ejercicio, orar, meditar, arrepentirse de sus pecados, de manera que a las 6 am puedan estar ya cumpliendo con sus tareas. Sus alojamientos y baños deben ser dignos, limpios pero espartanos. Cero lujos.
Escapar de esa cárcel debe tender a ser imposible. Al estilo Alcatraz, o como tratado de ser Gorgona. Se debe definir un camino humanitario para los asuntos de familia.
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Atendidos los temas ambientales y garantizados los derechos humanos, no hay ninguna razón para que en Colombia no tengamos una verdadera prisión de alta seguridad en lo profundo de la selva.
Al Estado le ha quedado grande el manejo de sus cárceles, el Inpec es un monstruo de mil cabezas, las prisiones se convierten en escuelas del delito y epicentros de la criminalidad.
El Estado sucumbe ante los criminales más peligrosos que suelen imponerse a sangre y fuego para dominar la vida penitenciaria, administrando armas, estupefacientes, servicios sexuales, licor, controlando mafias internas y externas e intimidando, amenazando o asesinando si es necesario a quien quiera interponerse en sus propósitos, como lo hicieron con el coronel (r) Élmer Fernández, que en paz descanse.
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Injusto sería ignorar que el gobierno Petro recibió una herencia endemoniada de décadas en las cárceles y una compleja situación de hacinamiento. Pero también resultaría muy injusto pasar por alto que la política carcelaria de este gobierno ha resultado en la profundización de la crisis que recibió. Aquí, como ocurre en tantos frentes, mucha retórica, mucha promesa, mucho discurso y muy precaria ejecución.
La orientación de la política carcelaria del Gobierno a ratos parece pensada más en función de darles beneficios a los delincuentes, en dejarlos salir a la calle, en descrimininalizar conductas que en proteger a la ciudadanía indefensa.
Un nuevo populismo punitivo ha surgido y se expresa a través de tesis panfletarias sobre las cárceles como expresión del poder represivo de las élites dominantes. Grave error.
Las cárceles deben ser eficaces, rehabilitadoras, inviolables, seguras, impenetrables y deben garantizarle a la sociedad que los criminales no anden haciendo de las suyas y pavoneándose orondos por su capacidad de asegurar su propia impunidad para desgracia de la sociedad.
JUAN LOZANO
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