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En Colombia no existen habitantes, sino sobrevivientes. El sábado 12 de mayo de 1990 explotaron simultáneamente en Bogotá dos carros bomba, uno en el barrio Quirigua y otro en Niza. El saldo fue entonces de 26 muertos y 180 heridos.

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Se acerca un nuevo Día de la Madre y, curiosamente, acaba de conocer a una persona que, como yo, sufrió hace 34 años el bombazo en el barrio Niza. Se trata del esposo de una prima de la novia de mi hermano. Sí, la referencia es confusa, pero el escribo adrede porque los colombianos solemos coincidir entre tragedias ya veces creemos que están lejos de nosotros, pero no es así.

Andrés y yo éramos niños de apenas 8 y 9 años, respectivamente, para esa época. Entonces daba miedo salir a un centro comercial porque las bombas estallaban por doquier. Los llamados extraditables del cartel de Medellín habían amenazado días antes con poner más carros bomba en los barrios “de la oligarquía de Bogotá” si no cesaban “las detenciones y las torturas”.

Sobre las 4:30 de la tarde se dieron las explosiones, una de ellas, por si acaso, en un barrio popular de la capital. En los casos de Andrés y el mío, nos dimos por bien servidos pues todos salimos bien de esos atentados. No obstante, quedaron las esquirlas en la memoria; una pequeña cicatriz en mi espalda; los recuerdos de la gente herida o muerta; los desvergonzados que aprovecharon el suceso para robar aretes, relojes, anillos y cadenas de una joyería semidestruida por la explosión; las imágenes de la gente que corría, lloraba y buscaba sus zapatos entre los escombros. El pitido en el oído tras el estruendo. Las alarmas. El olor a quemado. El desorden para salir del lugar. Los rostros llenos de polvo. Los gritos. ¡Los auxiliares!

Los que ahora nos vamos acercando al medio siglo de vida podemos aseverar con pruebas de que la violencia en Colombia se ha mutado, pero está muy lejos de acabarse.

No es normal decir que uno se salvó de un carro bomba siendo un niño. Quizás lo sea solo en el contexto de esta violenta nación. Los que ahora nos vamos acercando al medio siglo de vida podemos aseverar con pruebas de que la violencia en Colombia se ha mutado, pero está muy lejos de acabarse. Aunque aún nos queda algo de tiempo, es triste reconocer que nuestra generación no va a dejar un mejor país. Ya no están Pablo Escobar, los Rodríguez Orejuela, las Farc…, pero se mantienen el narcotráfico, las guerrillas y sus disidencias, las masacres y, cómo no, la corrupción. Nada ha cambiado realmente.

Cada colombiano puede recordar a su país según las tragedias sufridas o conocidas. De eso hablábamos con Andrés hace un par de semanas. Él había ido con su papá, su mamá y su hermana a Niza a comprar unos zapatos para su hermana. También se iban a encontrar con una tía que trabajaba en Carulla y que “por suerte, ya no se encontraba ahí cuando fue la explosión”. Yo fui a Niza a almorzar con mi papá, mi mamá, mi hermano y mi hermana. Estábamos esperando ya en la mesa una pizza hawaiana que recuerdo nos encantaba (sobre todo a mi mamá) cuando la explosión hizo temblar todo el lugar. Antes, mi papá iba a parquear a dos carros de donde estaba el auto con los explosivos y por cosas de Dios o de la simple casualidad prefirió estacionar en otra parte a pesar de que nos quedaba más lejos del restaurante.

En la actualidad son muchos los que se están yendo —y huyendo— del país por los problemas de siempre. Si bien ese horrible temor a sufrir un carro bomba se ha disipado, aún hay perros antiexplosivos en centros comerciales como el Andino. Para nuestro pesar y pena, ahora se cuenta también el miedo a que nos maten en cualquier calle por robarnos. Mi generación lleva medio siglo con temores. Estar vivos puede parecer en ocasiones un milagro. Aprovechemos mientras se pueda: se acerca el Día de la Madre 2024.

En X: @javieraborda



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