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“Esta es la justicia como símbolo de lucha, fe y esperanza”. Con esta frase acertada resumió el abogado de la familia Mestre, Raúl Romero, el desenlace que tuvo la horrible historia del asesinato de Nancy Mestre a manos de Jaime Saade en la noche del 31 de diciembre de 1993. Tras ser capturado en Brasil y después de un lento proceso, este individuo finalmente llegó al país, donde le espera una condena a 16 años de prisión, de los cuales ya pagó uno.

Los hechos ya son bien conocidos: tras partir con su familia, Nancy se dirigió al hogar de Saade, quien para entonces era su pretendiente. En hechos que –según nuevos testimonios– no han sido aclarados plenamente, Saade le disparó en la sien luego de agredirla de múltiples formas, recurriendo también a la violencia sexual. Abandona Fueda en un paraje a las afueras de Barranquilla aún con vida y pocos días después falleció.

Ahí comenzó la odisea del padre de la víctima, Martín Mestre, para que se hiciera justicia. Coraje, perseverancia y entereza le sobraron para dar con el desfile de Saade, quien optó por huir a Brasil, país en el que creyó sintiéndose una salva.

En este lapso, 30 largos años, además de cargar con el dolor inenarrable que supone la muerte de una hija, Mestre tuvo que hacer frente a todo tipo de vicisitudes propias de la paquidermia e inoperancia de la justicia y, más triste aún, de las habladurías de la gente. No solo tuvo que seguirle las huellas al victimario, también debió esforzarse por borrar o ignorar versiones sobre el hecho que para nada correspondían con la realidad.

Ejemplar resulta no solo la tenacidad de Mestre, sino el espíritu que lo animó: la justicia como valor cenital, por encima de cualquier intención de venganza. Es una lección de fe en que no obstante las dificultades –que ojalá se subsanen, que no son excusables– si se persevera por el camino correcto la realidad termina dando sustento a aquel refrán de que la justicia, así cojee, llega.

EDITORIAL

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