Como a Macondo en Cien años de soledad, a nuestro país lo está atacando una peste de olvido provocada por el insomnio que produce el exceso de malas noticias que nos ha traído este gobierno. Una epidemia que los políticos que promueven el cambio han aprovechado para difundir una narrativa ahistórica. Sin embargo, esta columna nació en 2021 tras el estallido social, buscando poner en orden la polifonía que componían las marchas que mantuvieron la juventud, por lo que me veo en la obligación de frenar esta epidemia proveyendo una píldora sobre lo que nos lanzó a las calles en 2019 y luego, tras la pandemia, en 2021.

Pues fuimos nosotros los que nos tomamos las calles, organizamos batucadas, pintamos carteles, aguantamos gases y estampidas, perdimos ojos y dejamos atrás algunas vidas; y no podemos permitir que algunos senadores quieran con ímpetu modificar la narrativa y la historia para que parezca que la juventud buscaba un constituyente.

Muchos marchamos en 2016 en la víspera del plebiscito y nos quedamos con la tusa en el pecho cuando ganó el ‘No’ a la paz. Desde ese momento y tras el ascenso de Duque al poder, a la juventud se nos volvió una obligación de estar pendientes de los derechos humanos y en consecuencia descubrimos que en el 2019 habían asesinado a 116 líderes sociales. Atribuimos esas muertes a la falta de acción del Gobierno ya la indiferencia que presentaba frente a las vidas perdidas y sus causas, pues para ese gobierno el medio ambiente y la violencia en las regiones no eran una prioridad.

En el 2020 el número de asesinados aumentó a 310, y para el 2021 tuvimos 145 casos, asunto que se juntó con el trámite de una reforma tributaria mal difundida, alterando los ánimos de la población entera. Veníamos con un descontento que se aplacó con la pandemia, pero que continuó de forma silenciosa porque sentíamos que el Gobierno estaba desconectado de la realidad social y de nuestras necesidades.

No nos convocó en Hippies la idea de un constituyente, no marchamos hasta la plaza Bolívar guiados por un político oportunista, no erigimos el monumento de la resistencia con el dinero de una bancada. Caceroleamos todos porque estábamos cansados ​​de un gobierno que se entrevistaba a sí mismo para cambiar la narrativa, que aparecía en TV anunciando avances que a nadie le importaban y reuniéndose hasta el cansancio con personas que no nos entendían ni representaban, porque el paro fue acéfalo y polifónico, haciendo que las soluciones fueran, con el paso del tiempo, insuficientes. La fuerza que se vivió en las calles nos unió como sociedad para exponer los males que el uribismo le había hecho a la diferencia por 20 años y, como reconocimos que ese no era el camino a la paz que queríamos, sino el de un diálogo, nos dejamos embaucar por la ilusión de un gobierno de oposición.

Cambió el gobierno, pero las problemáticas y las formas permanecen. En 2023 tuvimos 181 asesinatos de líderes, y este año van 57; se tramitó una reforma tributaria para tapar un hueco fiscal cuyos efectos parecen ser más demoledores que la reforma de Carrasquilla y se ha anunciado la necesidad de una nueva; la violencia en las regiones sigue en aumento; la tecnificación del campo está en veremos; las reformas de la salud, la pensional y la laboral están –gracias a Dios– estancadas; y tenemos nuevamente un gobierno que se ha attrincherado en el victimismo para no escuchar la inconformidad de sus gobernados. Instrumentalizan la protesta social hasta despojarla de significado y quieren cambiar la narrativa de las marchas para afirmar la existencia de un “mandato popular”, pero se les olvida que no marchábamos por ellos y que esta juventud sin ideología está cansada del desgobierno y de la sordera. que provoca la megalomanía de todo el que llega a la Casa de Nariño.

(Lea todas las columnas de Alejandro Higuera Sotomayor en EL TIEMPO, aquí)





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