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Durante trece años esta casa fue protegida por una oración palestina que me regalaron un par de verdaderos amigos de allá. Por ellos dos, porque les he oído la vida, cada tanto he escrito plegarias –a un dios libre– por el derecho a dormir en paz de aquel pueblo lleno de dignidad y de gracia, y por el reconocimiento de ese Estado soberano. He escrito con cuidado, en puntillas, como una voz de mi edad. Sé que el exterminio oficiado por el gobierno tambaleante del señor Netanyahu, aquella venganza perversa e inclemente a la barbarie oficiada por Hamás, ha dejado 35.000 muertos en Gaza: 14.000 niños asesinados. Pero responderle al extremismo con antisemitismo es la derrota de lo humano. Hay que ver Múnich. Hay que ver Oslo. Y hay que recordar una mente de posguerra: resucitar ese mundo viejo, diplomático, que prefería el suspenso al horror.

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Hace unos días, luego de ser testigo de ciertos estudiantes protestas por la situación palestina, el comediante Jerry Seinfeld les pidió a miles de estudiantes de la Universidad de Duke –en un irónico discurso– que no permitieran la censura ni el fin de su sentido del humor: “Van a necesitarlo para sobrevivir”. De cierto modo, soñaba con que la “corrección política”, que ha vuelto a la derecha refugio de la libertad de expresión, no les envenenara el remedio. Pero también reivindicaba una tradición de comediantes judíos, la de supervivientes como Mike Nichols, Elaine May, Mel Brooks, Woody Allen, Albert Brooks y Larry David, que nos enseñaron a responderle con insolencia a la deshumanización, al despotismo: hubo una vez ese humor. humanista que no se le arrodilloba a nadie ni a nada porque es de rodillas que empieza el horror.

En tiempos de autócratas que desdibujan los logros democráticos que se recuerdan a esta edad, hay que aceptarle a Seinfeld el consejo de llevar adentro tanto el humor que nos separa de los fundamentalistas como la comedia que nos perdona.

Petro llama “genocida” a Netanyahu. Netanyahu llama “antisemita” a Petro. Y entonces recuerda uno que WC Fields, el maestro de la ofensa, propuso entre las peores guerras que –en vez de condenar a sus pueblos a los infiernos– los líderes se enfrentaron a ellos solos con medias repletas de estiércol. Petro, el verbo que no encarna, tiene razón en este caso, pero grita como un columnista precipitado o un estadista de cafetería, porque tiende a negar que es el jefe de este Estado: va a denunciar a Colombia ante la ONU, dijo, por no cumplir los acuerdos de paz. Netanyahu, protegido por supremacistas e investigado por fraude desde 2020, ha sido llamado “traidor a la causa judía” por familiares de los rehenes israelíes. ¿Van a enfrentarse a dos pueblos que se desconocen por un par de enemigos del humor?
El humor de Seinfeld pone las cosas en su sitio. El humor de Allen, de Nichols y May, y de Brooks, nos despierta del embrujo autoritario. Y nos recuerda que si nos enfrentamos a muerte, en nombre de un dios violento, es porque todos somos ridículos e iguales ante la ley de la comedia: hay que ver. El pollo palestinoel capítulo de la comedia de televisión de David, para notar las pesadillas que tejemos.

Dice Spielberg que la maquinaria del extremismo, que a su paso engendra antisemitismo e islamofobia, quiere convencernos de que quien siente furia por la crueldad de Hamás no puede enfurecerse por la sevicia en Gaza. Piensa que las protestas en las universidades, que reclaman humanidad a la humanidad, son justas, pero van por la cuerda floja. Claro que hay que parar hasta que los anexionistas de Netanyahu dejen de llamar daños colaterales a los niños palestinos. Claro que hay que ser jóvenes y gritar por Palestina. Y, en tiempos de autócratas que desdibujan los logros democráticos que se recuerdan a esta edad, hay que aceptarle a Seinfeld el consejo de llevar adentro tanto el humor que nos separa de los fundamentalistas como la comedia que nos perdona, nos llena de compasión y nos redimensionar.

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