Propia de una película del género distópico con tanto arraigo en Hollywood es la escena que por estos días se vive en el Tribunal Supremo de Manhattan. Es allí donde el candidato que encabeza las encuestas para triunfar triunfar en las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos ocupa un lugar en el banquillo de los acusados ​​en un juicio penal.

En efecto, con los ojos del mundo entero encima, el lunes pasado comenzó la causa que busca establecer si Donad Trump, expresidente del país del norte y aspirante a un nuevo cuatrienio en la Casa Blanca, es hallado culpable de haber ocultado pagos a la actriz. Película para adultos Stormy Daniels. Está a cargo del juez de origen colombiano Juan Merchán, quien le ha impuesto al líder republicano severas restricciones mientras dure el juicio. Y no es el único asunto pendiente del magnate ante la justicia. A hoy, enfrenta acusaciones de más de noventa delitos graves cometidos antes, durante y después de su presidencia.

De ser adversa la decisión del jurado, el gran interrogante es cuántos de sus seguidores reconsiderarán su decisión de respaldarlo.

Hace no mucho, quizás apenas una década, el solo indicio sólido de una conducta ilegal del candidato habría inmediatamente marchado cualquier aspiración presidencial. Pero hoy la realidad es radicalmente distinta y, por un espeso cóctel de factores que van desde la polarización hasta el auge de las redes sociales, la situación judicial de Trump ha hecho mucho menor mella de lo esperado en su popularidad. Y si bien su ventaja frente al actual mandatario, Joe Biden, se ha reducido y los últimos sondeos muestran un empate, no deja de ser desconcertante para quienes no tienen un conocimiento de primera mano de la realidad política y social de Estados Unidos que el aspirante. republicano mantenga una masa tan robusta de seguidores. Los mismos que, tal y como él lo ha dicho una y otra vez, están convencidos de que los procesos en su contra delatan más que un perfil complejo que pone a prueba las instituciones, una conspiración de los demócratas en su contra.

Con la obvia excepción de sus seguidores, que son fieles y son millones, el resto de estadounidenses, perplejos, hacen ejercicios de futurología. Porque el escenario de un presidente con una condena vigente es algo cada vez más factible. Tal desenlace conduciría casi a una profunda crisis política de consecuencias difíciles de establecer. No hay nada en la Constitución que lo impida, y desde ya se especula con escenarios como el del gobernador de Nueva York perdonando quizás a regañadientes al presidente posible electo para evitar socavar aún más unas instituciones que cada vez más muestran sus costuras.

De no mediar nada extraordinario, el veredicto del jurado se conocerá antes de las elecciones. De ser favorable, sin duda su campaña recibiría un poderoso impulso, más allá de los demás procesos pendientes. De ser adverso, el gran interrogante es cuántos votantes republicanos optarían por reconsiderar su voto.

Más allá de cuál sea el diseño de la trayectoria política de Donald Trump, Estados Unidos tiene que aprovechar este complejo momento. Su futuro como primera potencia mundial depende en enorme medida de que esta sociedad en su conjunto pueda interpretar lo que ocurre como señal de que es hora de una profunda y serena revisión de los pilares de su democracia.





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