Ayer en la madrugada, hora del mediodía en Moscú, me preguntaba qué habrán pensado por estos lares los admiradores de Vladimir Putin al ver el inicio de su quinto período como presidente de Rusia, en un evento que parecía más una coronación que una posesión.

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La ceremonia –en la que había más de dos mil invitados, impecablemente vestidos– era prácticamente calcada de la que vimos en el 2018, excepto por la lluvia de ayer, con un libreto casi idéntico, que empezaba con tomas televisivas del presidente organizando unos papeles. en su despacho, antes de emprender una larga caminata por los pasillos y recovecos del Kremlin, por donde el reincidente parecía repetir los mismos pasos de hace seis años, con ese modo de andar tan peculiar, debido al movimiento asincrónico de los brazos; pues mientras su mano izquierda se balancea a un ritmo normal a medida que avanza, la derecha permanece casi inmóvil, pues en su antigua ocupación de espía, era la mano que debía estar siempre lista, por si tocaba desenfundar un arma en caso de emergencia.

Me imagino que a los numerosos seguidores de Putin en el trópico los tiene sin cuidado la cantidad de maromas y jugaditas que ha hecho este déspota para atornillarse en el poder; comenzando por la reforma constitucional introducida en el 2022 que le permite reelegirse in aeternum. De hecho, en marzo, Nicolás Maduro fue uno de los que más se regodearon al conocer el resultado de las elecciones que Putin ganó con un holgado 87% de la votación. «Ha triunfado nuestro hermano mayor, son buenos presagios para el mundo», dijo en su cuenta de Equis el sátrapa venezolano.

El proceso electoral ruso no difiere mucho de la fórmula aplicada por el régimen chavista en los espurios cómicos de los últimos tiempos.

Dicha reacción no debería sorprender a nadie, pues el proceso electoral ruso, en el que los más importantes líderes de la oposición no pudieron participar porque estaban vetados, exiliados o muertos, no difiere mucho de la fórmula aplicada por el régimen chavista en los espurios comicios. de los últimos tiempos. (No está de más anotar que al regocijo de Maduro se sumaron aquella misma jornada otros dos cínicos, los dictadores de Cuba y Nicaragua, que no son propiamente ejemplos de virtud demócrata).

Pero, volviendo a la posesión del antiguo agente de la KGB, también me pareció curioso, tanto en el 2018 como ahora, el hecho de ver a Putin, con su rostro inexpresivo, dirigiéndose, íngrimo, a la pomposa Sala de San Andrés, construida a mediados del siglo XIX como el recinto del trono del zar Nicolás I. De hecho, después de poseerse, saludó con su característica frialdad a los jefes del Tribunal Constitucional y de la Duma, con un breve y desabrido presionado de manos; nada de efusividad, abrazos, selfies ni cursilerías…

A continuación, leyó un discurso de siete minutos, en el que les hizo un reconocimiento a los participantes en la «operación militar especial» –léase en la invasión a Ucrania–, y les dio las gracias «a los habitantes de nuestros territorios históricos, que defendieron su derecho a estar con nosotros». Se refería, tácitamente, a Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, las cuatro regiones ucranianas invadidas por Moscú. En su intervención, el verbo «cambiar» no apareció por ninguna parte ni habló de transiciones ni de reformas. Al contrario, dijo que «el apoyo a nuestros valores tradicionales nos juntará a todos», y cerró con una exhortación a la unidad: «Venceremos juntos».

Después de su alocución y del reconocimiento de las tropas, el flamante mandatario creció, como buen conservador, a un servicio religioso encabezado por Kiril, el Patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa, que lo colmó de bendiciones, en un rito que parecía más propio de una monarquía que de una república.

Y pienso que por aquí algunos consideran a Putin un adalid del cambio, el progreso y la democracia…





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